Deforestación ha cobrado cara factura a Chiapas y Tabasco (En la Mira / Héctor Estrada)

Las impresionantes imágenes de los desgajamientos, escurrimientos e inundaciones que afectaron esta última semana a varias zonas de Chiapas y Tabasco, cobrando la vida de más de una veintena de personas y el patrimonio de miles más, son hechos que no pueden tomarse a la ligera y que deben asumirse en su dimensión real, como advertencia de que la naturaleza está cobrando cada vez más cara la factura del impacto humano sobre el planeta.

El dramático aumento de los escurrimientos sobre las laderas tiene un origen ya bastante advertido. Durante los últimos 10 años la Campaña de Bosques y Selvas de la organización Greenpeace ha advertido al gobierno de México sobre la acelerada degradación de las laderas de alta absorción en entidades como Chiapas, donde la deforestación para la conversión a tierras de cultivo o venta de madera ha sido desproporcionada.

Al menos durante los últimos dos sexenios las políticas ambientales de contención en Chiapas han brillado por su ausencia. Los gobiernos de Juan Sabines Guerrero y Manuel Velasco Coello heredaron una entidad con índices de deforestación descontrolados, solapando la tala inmoderada y el comercio ilegal de madera con daños irreversibles.

Actualmente se estima que el 80 por ciento de la madera comercializada en Chiapas es ilegal, es decir proviene de aserraderos clandestinos que talan arboles sin ninguna regulación. Según cifras de organizaciones no gubernamentales, anualmente en la entidad chiapaneca se comercializan 400 mil metros cúbicos de madera, de los cuales el 70 por ciento proviene de zonas montañosas de alta absorción.

No se trata de un asunto menor. Chiapas es uno de los estados del país que más bosques y selvas ha perdido durante las últimas décadas, con un promedio de 45 mil a 70 mil hectáreas al año; lo que acelera la emisión de bióxido de carbono a la atmósfera, aumenta la sensación térmica y, en épocas de lluvia, la vulnerabilidad de las poblaciones a deslizamientos o escurrimientos recrudecidos. Y las evidencias hoy están a la vista de todos.

El gobierno federal calcula que actualmente 13.5 millones de mexicanos habitan en zonas marginadas deforestadas. En su gran mayoría se trata de comunidades ubicadas en las faldas de cerros o montañas deforestadas, socavadas o erosionadas por la deforestación y el desarrollo de áreas pobladas. Son zonas que se han convertido en “bombas de tiempo” para tragedias como las ocurridas recientemente en Chiapas.

No se trata sólo de la cantidad de lluvia que se derrama. Es una cadena de consecuencias que organizaciones no gubernamentales como Greenpeace o la propia Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Conanp) han advertido una y otra vez. La deforestación de laderas provoca que el agua de lluvia se absorba en menor proporción, erosionando la tierra con mayor facilidad, propiciando mayores escurrimientos o desgajamientos y elevando de manera desproporcionada el derrame de agua a ríos y zonas bajas.

Por eso es que lo que unas horas antes significó tragedias por desgajamientos en las zonas selva y altos de Chiapas, después se convirtió en una contingencia inevitable para áreas bajas de Tabasco y Chiapas, donde los escurrimientos pluviales históricos, acumulados en presas, terminaron por inundar a miles de viviendas en la planicie.

Con esfuerzos muy tardíos y poco efectivos por parte de las autoridades federales para la recuperación de laderas a fin de disminuir riesgos, la degradación ambiental provocada por la actividad humana seguirá teniendo consecuencias. No queda más que hacer consciencia sobre el riesgo en que hoy viven millones de familias en México a quienes no quedará de otra que buscar nuevas alternativas de seguridad o, de plano, vivir preparadas para las recrudecidas facturas que la naturaleza seguirá cobrando de manera inevitable… así las cosas.

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