México: la casa de los muertos

Por: Erwin López Ríos

La muerte comienza por los zapatos […] El que está herido tiene que avanzar como si arrastrara una cadena con pie de amigo; llega el último a todas y no cesa de recibir golpes; no puede escapar si le persiguen; sus pies se hinchan, y cuando más se hinchan, más insoportable se hace el roce contra la madera y la lona del calzado.

Primo Levi, sobreviviente del holocausto, 1961.

 

“Ahí viene la muerte” nos dice el frío de noviembre, los momentos de ahora se escuchan más con el silencio de cierta inactividad, siempre un silencio más insoportable. Y los mexicanos festejamos, construimos calaveritas, las hacemos de azúcar y honramos a nuestros muertos, todos aquellos que nos acompañaron vendrán por un bocado de su comida favorita, pero si hay pan del bueno con eso basta, decimos.

La sonrisa de la muerte ha cambiado, se ha transformado a través de la contingencia y de la violencia sistemática que todavía seguimos viviendo en nuestro país. Lo más aterrador es lo que no nos permite que pongamos una vela definitiva en los altares: la desaparición. Esta forma de deshacerse de los cuerpos ha cobrado una forma destructiva sólo comparada con otro hecho aterrador conocido como “El holocausto” durante la segunda guerra mundial. En aquel momento no importaba cómo matar o destruir a otro ser humano, sino, ¿cómo deshacerse de los cuerpos? Tal fue la manifestación en los Juicios de Nüremberg. La crueldad conoció uno de sus puntos más álgidos en occidente, lo que llevó a Primo Levi expresar “Si existe Auschwitz, entonces no puede existir Dios”, señalando así el olvido de toda humanidad, de todo amor al prójimo.

Auschwitz, símbolo del mal absoluto, ¿a qué se debe este mal y por qué tendríamos que seguir pensando que puede ser absoluto? Existe una práctica sacerdotal de reflexión sobre el mal en el anterior campo de exterminio de Auschwitz I (adquirido por la Iglesia católica) conocido como la preparación de los “Tres días”, cuyo propósito es cultivar la memoria de la realidad ligada a los campos de exterminio, pero, sobre todo, para “distinguir los signos de la presencia permanente del misterio del mal (y de su perversa tendencia a legitimarse)”, así lo cuenta Franco Brovelli al inicio de la obra de Carlo María Martini sobre El absurdo de Auschwitz. Por otra parte, el Cardenal Martini expone que “el misterio del mal es ininteligible; es por definición absurdo, atemoriza y deteriora cualquier esfuerzo, cualquier intento razonable; es eso de lo que la razón escapa. Esto es válido para el mal en todas sus formas”. Sin embargo, esta posición teológica sólo alimenta una fuerte ideología sobre el mal como un elemento externo al ser humano, cuya solución también estaría fuera: Dios.

En los campos de concentración, olvidar el nombre propio era algo que los terminó por deshumanizar, desde el inicio en la traslación todos eran golpeados, separados al principio para luego ser sometidos a trabajos extenuantes y torturas. Arbeit macht frei rezaba en un gran portal antes de entrar a la “casa de los muertos” según Primo Levi en Si esto es un hombre. Después de que los dejaban vestirse ya reunidos en un cuarto sin espejos uno frente al otro no se atrevían a verse, el reflejo de ellos mismos era la lividez de todos sus rostros, hacinados, “entonces, por primera vez, sentimos que le faltan palabras a nuestra lengua para expresar este ultraje: la destrucción de un hombre”. Todos los campos de concentración tenían el propósito de prohibirlo todo, y había que comprenderlo rápidamente para permanecer muerto en vida ante un destino incierto y de horror. El genocidio que conoció el mundo no pudo detenerse ni por la más “alta cultura” alemana lectora de filósofos y escuchas de Bach o Mozart matando hasta la cantidad alucinante de 6000 judíos en un solo día. ¿En qué se parece a esta casa de muertos a México?

En México se ha vivido un “genocidio por goteo” según la expresión del jurista Raúl Eugenio Zaffaroni. No importa en qué tiempo se llegue a cierta cifra, responde a un sistema penal fallido, pero sobre todo a un sistema económico y político que toma la vida de los trabajadores sólo como una fuerza de trabajo sustituible y desechable en todo momento. Primo Levi decía “Trabajamos todos, con excepción de los enfermos […] Esa es nuestra vida. Todos los días, según el ritmo establecido: «Ausrücken» y «Einrücken», salir y entrar, trabajar, dormir y comer, caer enfermo, curarse o morir”, ¿no es este el modelo de vida que han intentado mantener en México en todos los gobiernos de derecha? No es extraño que presentemos un valor por la vida tan nimio ocasionado por la instauración al mismo tiempo de un régimen de destrucción silencioso: vivir para trabajar y no trabajar para vivir. Las desapariciones que en algún momento llegaron a ser forzadas por el Estado mexicano, son ahora moneda corriente entre la población. Las desapariciones describen algo tan horroroso en México como en aquella casa de los muertos en Auschwitz: no importa matar, cómo matar o por qué hacerlo, sino, ¿cómo deshacerse de los cuerpos?

Uno de los problemas de México –entre muchos otros- es la presencia del dominio religioso en la ideología básica de todos los trabajadores. Esto se resume de la siguiente forma: la maldad está por doquier, los humanos están por doquier, lo que sucede es que “la maldad” es tan grande porque se han apartado de la fe en Dios. Por eso la solución no viene dentro de los seres humanos, sino de fuera, de una parafernalia religiosa que ha instalado también un régimen cultural, “hay que tener fe” se suele decir. A contrapelo de esta idea, lo que hay que pensar seriamente es en una maldad inherente en el ser humano y no en una substancia externa como el mal de un “enemigo maligno”. Como afirma el abogado y psicoanalista Luis Seguí “Es necesario secularizar la cuestión del mal, expurgarlo de las pretendidas explicaciones teológicas y religiosas –mágicas, en suma- que no hacen sino oscurecer cualquier intento de comprensión. No es ninguna fuerza sobrenatural donde hay que buscar el origen del mal, sino el corazón de cada sujeto”.

Cuando un discurso religioso (cualquiera que este sea) impregna una cultura hasta condicionar la vida cotidiana, ella misma se convierte en mal y es generadora de mal. Cuando existe una fascinación por el mal ésta lo hace existir. El mismo Carlo María Martini piensa que hay tres modalidades del mal: personales, colectivas e ideológicas (sin contarse ellos mismos como ideología), asegura que la tercera forma del mal, la ideológica, es la peor, pero no existe tal misterio de iniquidad, no hay nada ininteligible, ¡sí lo podemos llegar a comprender!, si la premisa del mal es otra. Esta cuestión es explicable debido a la propia ideología machista y religiosa del mexicano. Parece como si el revés de esta careta haya asomado por fin en nuestra realidad, más no se trata de buscar un rostro diabólico, sino de una posición ética respecto a lo que nos habita.

Por ejemplo, los mexicanos tienden a hacer imitaciones extralógicas por la violencia de nuestro país vecino al norte como cuando los adolescentes llegan a sus escuelas, sacan un arma y matan a maestros y alumnos. En los últimos años México presentó dos casos exactamente iguales. A veces se han observado casos de “asesinos seriales” en México, el mismo agente del FBI Robert Ressler, quien acuñó esa categoría de asesinos, fue solicitado cuando ocurrió el suceso del campo algodonero. Sin embargo, su incidencia es trivial si se compara con el narco o la ola de feminicidios que ha azotado a México en los últimos años. La criminología en México no necesita pensar ni en maldades de espíritu ni en entidades “psicopatológicas”, necesitan pensar críticamente la realidad que vivimos, su sistema económico y penal. El caso del campo algodonero en México podría ser llamado “Si esto es un mexicano”. No hace falta ni pensar en un horror de occidente, ni sus ángeles ni sus demonios, ni siquiera alguna taxonomía psiquiátrica para señalar eso. Es lo que el mexicano hombre ha construido como cultura a lo largo de siglos.

México celebró una vez más su “día de muertos”, miles de ellos aún no han sido identificados, otros más siguen sin aparecer: muertos sin reconocer y muertos sin poder todavía morir. No existe analogía con perder el nombre dentro de un campo de concentración, lo más parecido a ese momento deshumanizado podría ser el número de expediente de investigación que nunca se cierra o que se cerró por negligencia. El problema no es pensar que es inhumano, sino enteramente humano, por lo que hay que cambiar los referentes en la intelección de nuestro comportamiento social. México es otra casa de los muertos que visitamos en una feria siniestra en nuestra propia historia que no termina como un mal sueño.

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