La Iglesia católica, en primera línea de la lucha contra la epidemia de violencia en México

Georgina Zerega | Alejandro Santos Cid

Chiapas es el frente de una batalla entre el Cártel de Sinaloa y el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG); los viejos grupos paramilitares nunca desarmados; grupos criminales regionales; y una militarización creciente. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) habla de una guerra civil en ese Estado. Fray Gonzalo Ituarte (74 años), director del Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria, pasó décadas conociendo la desigualdad que habita en las comunidades indígenas. “Es una obligación de la Iglesia preocuparse de lo que sucede con el pueblo.

El problema es que se considere adversario al que hace una crítica al Estado. Se ha visto, especialmente en Chiapas, una negativa a reconocer el crecimiento criminal que involucra también y tiene respaldo en algunos miembros de los Gobiernos y el Ejército. Viene de mucho tiempo, pero se ha agudizado en la última etapa”, dice.

En los anteriores sexenios, con Felipe Calderón (2006-2012) y Enrique Peña Nieto (2012-2018), la Iglesia se separó entre quienes se codeaban con el poder y eran indiferentes a los abusos perpetrados por militares y la violencia, y quienes se echaron a las calles a trabajar de la mano de la gente. “La guerra contra el narco no funcionó, género más violencia, más dolor, y no hay una política alternativa. Tienen que encontrarse otros caminos que les quiten fuerza y control territorial. El problema es que cuando se politiza el tema, se deforma y se pierde la sustancia por criticar al mensajero”, asegura Ituarte.

La Diócesis de San Cristóbal, una de las más contestatarias, rechazó participar en este reportaje, pero en uno de sus últimos comunicados coincidía con Ituarte en que las autoridades “criminalizan” a los religiosos “comprometidos con la paz”, y exigía a los “tres niveles de Gobierno” —local, estatal y federal—, un “alto total a la violencia desbordada en el Estado, fruto de la impunidad, la complicidad, la corrupción, negación y minimización de los fatales hechos violentos que día con día viven nuestros pueblos”.

Algunos sectores de la Iglesia toman con desconfianza el diálogo abierto esta semana con el Gobierno federal, temen que las presiones de la institución se queden en los comunicados lanzados tras la muerte del padre Marcelo y que no haya una exigencia a la altura de lo sucedido, relatan algunas voces internas. Un defensor de derechos humanos que prefiere no dar su nombre asegura que el maltrato a los activistas fue tan grande en el Gobierno pasado que la vara ha quedado muy baja. “Con un poquito de diálogo estarán felices”, dice.

Contrabandistas, políticos corruptos y curas

El jesuita Javier Ávila subió hace 40 años a la sierra Tarahumara y desde entonces no ha bajado. A su llegada ya existían los sembradíos de marihuana y el contrabando, pero los traficantes entonces eran poco más que rancheros. El negocio evolucionó y los rancheros se convirtieron en sicarios. El verano de 2022, dos de sus compañeros, los dos jesuitas, fueron asesinados. Él denunció públicamente la responsabilidad del Gobierno, como llevaba haciéndolo cuatro décadas.

“El proyecto seguridad pública del país no está funcionando”, dice ahora. “A mí me lastima mucho la impunidad, la justicia no se hace con balazos, se hace con leyes y con actitud de paz. Parece que la muerte se está convirtiendo en un deporte nacional. Nos están dando razones para salir: matan a Marcelo, pues no nos vamos a quedar callados. [El Gobierno] tiene que servirnos. Mi concepto de autoridad no es que yo tenga que obedecerla por la fuerza: cuando no hay servicio y se deteriora tanto el Estado, se genera dolor”.

Carlos Illades, investigador de las dinámicas de la violencia de las últimas décadas, considera los homicidios de la sierra Tarahumara como un punto y aparte: “La Iglesia católica, que inicialmente fue cautelosa con la Administración obradorista, resintió el desdén presidencial ante el asesinato de los dos sacerdotes jesuitas en la Tarahumara en junio de 2022 y conformó instancias para reducir la violencia. Y en regiones donde impera la soberanía criminal, como en Guerrero, las autoridades eclesiales han tratado de mediar entre los grupos delincuenciales a fin de dar cierto respiro a la sociedad”.

Como en el país, en la Iglesia no hay acuerdo sobre cuál es la respuesta a la violencia. Los obispos de Guerrero intentaron a inicios de este año mediar entre grupos del crimen organizado para apaciguar la violencia en la entidad. La pugna no encontró fin y su último capítulo acabó con la decapitación a inicios de octubre del alcalde de Chilpancingo. Para algunos dentro de la institución, esa es la prueba de que negociar con el crimen organizado no es una opción.

En Michoacán la historia es similar a la de otros Estados, cuenta Gregorio López Gerónimo (57 años), conocido como el padre Goyo, que ejerce desde 1994. En los ochenta, los narcos eran pequeños contrabandistas de marihuana que no intervenían en la vida pública. En los noventa comenzó lo que él llama el “maridaje” entre los traficantes y las autoridades. Entre 2000 y 2010, la “prostitución” del Gobierno local, que estrechó lazos con los criminales, una relación que han cultivado hasta la actualidad.

En 2020, el padre Goyo fue expulsado de la diócesis de Apatzingán. Le achacaron formar parte de las autodefensas civiles que se formaron en Michoacán contra el narco. “Nunca fui autodefensa, coincidimos en protesta y no estar de acuerdo con los sicarios, pero nosotros nunca utilizamos un arma, rezamos en las plazas públicas, tomamos los juzgados con acciones concretas de resistencia social, pacífica”. Para él, que ha sido amenazado y ha visto morir a compañeros, la denuncia de la violencia es “papel del Estado, sin duda, pero nuestra misión no es cuidar las parroquias, es cuidar a la gente. La Iglesia tiene que salir al frente para hacer lo que el Estado no está cumpliendo”.

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