Despenalización del aborto, entre la moralidad y la salud pública (En la Mira / Héctor Estrada)

La sentencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) contra el proyecto para despenalizar el aborto en Veracruz redimensionó un tema que se ha mantenido sobre la mesa de discusión durante años, pero no ha trascendido en materia legislativa o judicial. La criminalización de algunos derechos reproductivos de las mujeres en México sigue siendo un asunto pendiente que genera controversias inevitables, pero también violaciones constantes a derechos humanos.

La “satanización” del aborto en pleno siglo XXI y su exclusión de los análisis legislativos por razones meramente moralistas o de conveniencia electoral continúa cobrando la vida de miles de mujeres que, con todas y las prohibiciones legales, hacen uso de clínicas clandestinas o métodos de alto riesgo para la interrupción de su embarazo.

Y es que las cifras hablan por sí solas. En México, los abortos inseguros causan alrededor del 11 por ciento de las muertes maternas (totalmente prevenibles), lo que obliga a tratar al tema no sólo en términos de Derechos Humanos y justicia social, sino también como una urgencia en materia de salud pública.

Según el estudio Género e Igualdad, Análisis y Propuestas para la Agenda Pendiente, la atención en hospitales por urgencias de gravedad relacionadas con la práctica clandestina del aborto ha ido en aumento. Datos de la Secretaría de Salud en México, señalan que entre los años 2010 y 2018 más de un millón 600 mil mujeres ingresaron a hospitales públicos a causa de complicaciones graves relacionadas con la práctica clandestina del aborto.

Entre 2002 y 2016 se contabilizaron 624 muertes oficiales a consecuencia de los abortos clandestinos. Y es que no es un problema aislado. De acuerdo a datos recabados mediante la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH), en 2016 poco más de medio millón de mujeres entrevistadas reconocieron haberse practicado al menos un aborto clandestino.

La situación resulta preocupante pues revela un fracaso en las políticas preventivas de salud sexual y reproductiva. Pero además pone de manifiesto la falta de reconocimiento a la realidad sexual de las y los adolescentes, quienes recurren todos los días al aborto de manera clandestina, sin la seguridad que podría otorgar el sistema de salud nacional.

La Ciudad de México es un caso emblemático donde, desde la despenalización del aborto en el marco normativo local, las cifras han ido a la baja. En aquella entidad las muertes por abortos mal practicados disminuyeron casi en un cien por ciento. A 12 años de aprobarse la Interrupción Legal del Embarazo (ILE) se ha registrado sólo una muerte oficial por esa causa, pues más del 90 por ciento de las mujeres que deciden interrumpir la gestación asisten ya a clínicas certificadas en la materia.

Ante tan reveladores datos, sorprende que durante los últimos años, 18 de los 32 estados de México han aprobado reformas que “protegen la vida” desde la concepción o la fecundidad. En algunos de ellos, como Hidalgo y Guanajuato, las penas privativas de la libertad incluso se han elevado, sentenciando a las mujeres a cumplir con el proceso de gestación y maternidad desde su fecundación ovular.

Como resultado de las legislaciones criminalizantes, en los últimos 10 años, según las cifras del Grupo de Información en Reproducción Elegida (GIRE), un total de cuatro mil 246 personas han sido denunciadas penalmente por interrupción de embarazos, lo que en promedio significa más de un procedimiento judicial al día por esa causa.

Sólo una de las 32 entidades que componen la República mexicana permite el aborto libre hasta la duodécima semana de gestación: la Ciudad de México. Las diferencias con el resto de Estados son abismales. La única causa de interrupción legal del embarazo en todo el país es la violación. 24 Estados recogen como causa el riesgo de muerte para la madre; 16, alteraciones genéticas graves; otros 15 contemplan el riesgo a la salud y la inseminación artificial no consentida; y sólo dos aceptan razones socioeconómicas.

El caso más reciente en Chiapas sucedió apenas hace tres años cuando María Isaura, una mujer 20 años de edad, acudió al Hospital Regional Rafael Pascacio Gamboa debido a un intenso sangrado vaginal. Se había caído al interior de su centro de trabajo y la hemorragia se había desatado sin explicación alguna.

El diagnóstico la sorprendió. María Isaura estaba sufriendo el aborto de un embarazo que desconocía, pues contaba con dispositivo intrauterino (DIU). Sin embargo, al percatarse de lo sucedido personal de Trabajo Social decidió de manera unilateral denunciar los hechos ante el Ministerio Público. Fue sometida a violentos interrogatorios y tortura psicológica para confesar su supuesto delito. Los hechos quedaron documentados en diversas denuncias ante la Comisión Estatal de Derechos Humanos y la propia Secretaría de Salud.

Lo que se ha perdido de vista en una discusión estéril es que el aborto es una práctica que NO va a disminuir con leyes que criminalizan a las mujeres que recurren a ella. Así lo demuestran las cifras oficiales. El debate real tiene que ver con la decisión de las autoridades para hacer de México un país que garantice interrupciones del embarazo seguras o siga promoviendo la clandestinidad de dichos procedimientos. Así de simple.

Una mujer que interrumpe su embarazo no es un monstruo o delincuente. No puede ni debe ser tratada así. Créame, difícilmente es una práctica que se haga por gusto o placer. Los embarazos no deseados, por falla del método anticonceptivo, «errores pasionales» de momento o circunstancias no previstas suceden todos los días. No son “descuidos excepcionales” o poco comunes de los que estemos exentos, para luego convertirnos en jueces sobre otras u otros.

Hablemos con la verdad ¿Qué porcentaje de nosotros hemos tenido encuentros sexuales sin protección alguna vez, o que cantidad de los embarazos suceden sin planificación? Responda con honestidad. Es una realidad que existe y que como otros tantos problemas de salud pública (también provocados por comportamientos muy humanos) exige atención del Estado.

Las mujeres (nuestra hijas, hermanas, novias, amigas o esposas) que decidan no estar preparadas para ser madres van a seguir interrumpiendo sus embarazos no deseados con toda la pesadilla que implica, por lo que necesitan del respaldo familiar, no de la condena pública. El asunto es si lo harán de manera clandestina -arriesgando la vida- o en centros de salud regulados. Las maternidades y paternidades deben ser deseadas o simplemente no deben ser.

Más allá de la censura generada por las concepciones moralistas y religiosas, hoy el tema exige discusiones serias y análisis equilibrados que le den la verdadera dimensión al asunto como problema de salud pública, Derechos Humanos y justicia social para reconocer a la interrupción del embarazo como parte esencial de los derechos reproductivos, y finalmente dejar de criminalizar a las mujeres por decidir sobre su propio cuerpo… así las cosas.

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