Chiapas se desangra en un conflicto armado no reconocido

ALEJANDRO SANTOS CID

Chiapas sangra, huye o malvive en una escalada de violencia sin cuartel. El Estado más pobre de México está atravesado por un “conflicto armado no reconocido” desde 2021, desatado por la guerra entre el Cartel de Sinaloa, el Cartel Jalisco Nueva Generación y distintos grupos armados, locales y nacionales, enclavados en las dinámicas del narcotráfico y el paramilitarismo.

Es una “disputa territorial de estructuras de la delincuencia organizada por el control de mercancías, servicios, personas, productos legales e ilegales, así como de la propia vida de la población local” que ha desembocado en “graves violaciones de los derechos humanos y del derecho internacional” de sus habitantes, activistas, periodistas, defensores de la tierra y un largo etcétera.

Al menos 10.000 personas han sido desplazadas a la fuerza de sus hogares desde junio de 2021 a enero de 2024. Así lo afirma rotundamente un informe publicado este martes por distintas organizaciones de la sociedad civil con presencia en la región.

La investigación, titulada Asedio a la vida cotidiana, terror para el control del territorio y graves violaciones a los derechos humanos, es un trabajo conjunto entre el Colectivo de Monitoreo – Frontera Sur; la Mesa de Coordinación Transfronteriza Migraciones y Género Guatemala – México; la Red Nacional de Organismos Civiles de Derechos Humanos y la Red TDT.

En las 78 páginas de informe, sólidamente documentadas, las organizaciones trazan un recorrido por los distintos aspectos de la espiral de violencia chiapaneca: las estrategias que utilizan los grupos del crimen organizado para controlar el territorio, las actividades económicas y la vida cotidiana; las “estrategias del terror”; el dominio de las instituciones sociales; la ausencia, en algunas ocasiones, y colaboración, en otras, del Gobierno mexicano —a nivel estatal y federal— o las graves violaciones a los derechos humanos.

El informe se focaliza en la “región frontera”, un área que las organizaciones civiles delimitan en los municipios de La Trinitaria, Frontera Comalapa, Chicomuselo, Siltepec, Honduras de la Sierra, Motozintla, Mazapa de Madero, El Porvenir, La Grandeza, Bejucal de Ocampo, Amatenango de la Frontera y Bella Vista.

La violencia y la irrupción del crimen organizado, sin embargo, es una realidad extendida más allá de ese marco, que alcanza casi todos los rincones del Estado: desde la desembocadura del río Suchiate en el Pacífico a los confines más orientales de la selva Lacandona. “Por su ubicación geográfica y recursos naturales estratégicos, Chiapas es un territorio clave para el control e impulso de economías legales e ilegales”, explica el estudio.

“Toda la extensión territorial chiapaneca está vertebrada por rutas que son aprovechadas para el transporte de todo tipo de mercancías, desde drogas, armas y ganado ilegal hasta el tráfico de personas en movilidad internacional. Desde 1998, la zona de la selva en su frontera con Guatemala fue considerada por la Agencia Antidrogas de Estados Unidos (DEA) como un corredor clave”, continúa.

Chiapas es una región predominantemente rural, poblada por campesinos e indígenas, con enormes extensiones incomunicadas y sin presencia institucional, lo que la convierte en un terreno poroso y fértil para el crimen organizado: tanto para el tráfico de migrantes desde Centroamérica como para el trasiego de drogas.

La presencia del crimen en la región se remonta a finales del siglo XX, se intensificó con la guerra contra el narco del presidente Felipe Calderón (2006-2012) y, finalmente, se recrudeció en 2021. Con el alzamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en 1994, el Gobierno desplegó un plan de contrainsurgencia que se tradujo en el surgimiento de grupos paramilitares financiados por el Estado, que nunca se desarmaron. “Estos actores configuran una diversidad de grupos armados que a menudo difícilmente se diferencian de la delincuencia organizada o los separa una línea muy delgada”.

El resultado es un polvorín donde decenas de grupos armados se reparten o disputan el territorio, hacen y deshacen a su antojo, controlan las carreteras, los negocios, los procesos políticos, las instituciones, la policía. Para ello, emplean un repertorio que incluye “enfrentamientos generalizados recurrentes, uso de artefactos explosivos, drones artillados, explosiones y quemas de vehículos” que mantiene aterrorizada a la población, que acaba sometiéndose a su voluntad, huyendo de sus hogares e incluso apoyando a las mafias ante la ausencia de un Estado fuerte que les garantice protección.

“Reina la idea de que bien se es aliada, bien enemiga, anulando la posibilidad de neutralidad y orientando a la población del lado de los grupos delincuenciales de manera forzada. Este contexto convierte a todo el mundo en potencial enemigo, lo que impulsa acciones que buscan infundir miedo y duda entre la población con el fin de controlarla y de cortar su apoyo potencial al grupo antagónico, debilitar el tejido comunitario y, en la medida de lo posible, reconvertirlo en favor de los propios intereses”, desarrolla el informe.

Ejecuciones, masacres, feminicidios, desplazamientos forzados, torturas, derechos de piso, amenazas, violaciones, desapariciones. Una lista inabarcable de horrores contra la población civil a la que “se le suma el impacto psicológico paranoide de los rumores, que desatan episodios colectivos de histeria y que mantienen a la población en un estado de tensión permanente”.

Una estrategia de “sometimiento total” reforzada por la persecución de la prensa y las organizaciones de derechos humanos, que amenaza con convertir el Estado en un agujero negro informativo, una ley del silencio que acabe con cualquier voz disidente, tolerada por las “omisiones y colusión del Estado con la delincuencia organizada”.

La versión oficial del Gobierno estatal y federal es la de que en la mayoría de Chiapas reina la paz y los conflictos son aislados, un relato que niega la realidad, avalada día a día por los sucesos violentos que se suceden en la región y las innumerables víctimas.

La principal estrategia de contención es el despliegue de militares, que a pesar de ser numeroso, no ha logrado acabar con la inseguridad y las dinámicas ilustradas en el informe. “En toda la región fronteriza asolada por el conflicto armado, la delincuencia organizada interactúa con funcionarios del Gobierno, conformando estructuras criminales que intervienen y agravan las tensiones y el conflicto por el control territorial”, sentencia el estudio.

Como conclusión, el informe plantea más de una decena de “recomendaciones” a las autoridades mexicanas y a la comunidad internacional. El primer punto es “reconocer públicamente el conflicto armado”; “garantizar la protección de la población civil frente a las violaciones sistemáticas de sus derechos humanos”; crear una suerte de Comisión de la Verdad (una iniciativa que se ha realizado en lugares que han sufrido conflictos armados, como Colombia); visibilizar el conflicto y trabajar con la sociedad civil para garantizar la paz social y las reparaciones a las miles de víctimas.

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